La ciudad parsimoniosa y casi premonitoria se despierta del letargo nocturno. En aquella parte rodeando la vieja terminal las calles grises y repletas de basura se desperezan para enfrentar otra jornada, un nuevo día que insiste. Los miserables de siempre revuelven, tristes y desesperanzados mendigando algo de pan viejo o los restos de comida medio masticados de un basurero de alguna cadena de comidas rápidas. Con la ropa rasgada y manchada revuelven los restos del capitalismo. Miran fijo y como compadeciéndolos a los acartonados oficinistas, vestidos del mismo color y con el mismo traje barato que seguramente pudieron arañar en alguna oferta masiva o algún outlet del conurbano.
El gusano de metal oxidado y dividido en vagones desbordado de obreros y oficinistas, estudiantes y jubilados llega a la estación terminal, ruidosa y repetitiva. Descarga la masa humana que al salir se fracciona en individuos independientes que corren tras sus obligaciones. Medio cansados, medio muertos. Algunos tratando de esquivar la miseria detrás de una melodía trasmitida por un par de auriculares. Otros mirando para delante sin bajar la vista o tapándose con un diario. Como hormigas automáticas se arrojan casi corriendo, mirando sus relojes, por el hall de la estación, los que todavía están en el sistema. Como un campo minado, o un secreto vergonzoso se multiplican los chiquitos, lamentos del sistema, pequeños mendigos sin infancia, que intuitivamente manotean billeteras, se ríen entre ellos, piden moneditas o simplemente se quedan congelados como estatuas en miniatura esperando la orden de su superior para cazar algún portafolio.
Como un fiel gesto de obscenidad, de hipocresía despreciable pasa por la estación algún auto lujoso y alemán, conducido por un flamante ladrón y cretino insaciable dedicado a aumentar impunemente sus cuentas bancarias y sus propiedades en barrios privados. Ocupando un puesto, elegido por la dictadura del dedo y el acomodo de otro ladrón y cretino no Educado. Orgulloso de su viveza y astucia para las coimas y algunos negocios. Pero de saco y corbata. Mira con desprecio a los negritos pedigüeños, por que pedirán?, tendrán hambre? Se pregunta mientras dura el semáforo. El no tiene la culpa. Como va ser culpable si a el lo acomodaron en el puesto que ocupa. Apenas termino la primaria, pero para los billetes es rápido. No le importa la democracia, ni el bien del país, ni nada, es cuestión de salvarse y apurarse a engrosar las cuentitas bancarias. Hasta que se corte. Practica la hipocresía pero no sabe lo que quiere decir. Los negritos pedigüeños, muy lejanos para el, se quedan en una esquina a la expectativa de alguna jugosa billetera. Cruzan frente al auto alemán decenas de hombres que enfilan hacia sus obligaciones, quien sabe, entre alguno de ellos seguro habrá alguien con buenas intenciones y sacrificado, inteligente y Educado que pudiera cambiar algo desde algún Ministerio, pero mientras tanto el cretino engrosa su billetera ya impune y no se despega de la caja.
Los negritos, cansados pero con astucia se acercan al auto, como una joya brillante y le piden algo. El monigote acelera con asco. Pero sobre todo indiferente.